¿Qué hace que algunos oradores puedan mantener nuestra atención indivisible durante horas y que otros nos mareen hasta decir basta?
Hace unos días discutíamos en un foro de presentaciones sobre por qué Emilio Duró es tan buen orador a pesar de saltarse sin reparo algunas de las reglas básicas de las presentaciones excelentes. Un comentario común entre varios participantes y que comparto con ellos es que la pasión con la que habla el Sr. Duró es contagiosa y más poderosa que cualquiera de sus carencias. En mi opinión, es su mayor activo como conferenciante. Le llena de ilusión aquello de lo que habla y disfruta compartiendo sus conocimientos y reflexiones.
Sin ir a juegos de poder ni hablar de quién tiene autoridad sobre quién, somos un espejo de las personas con las que interactuamos. Imitamos de manera inconsciente las posturas, los gestos y las actitudes de aquéllos con los que nos comunicamos. Nos contagiamos de sus formas, nos hacemos cómplices de su “situación” y terminamos compartiendo su estado de ánimo.
Éste es un concepto muy poderoso cuando se trata de hablar en público. El estado de ánimo con el cual nos subamos a escena y que mantengamos durante nuestra ponencia será, en gran medida, determinante del estado de ánimo del público y, en consecuencia, de lo que se lleven consigo a casa. En otras palabras, el aura que proyectemos mientras presentamos limitará o potenciará los resultados que obtengamos. Por ello, una cara larga, un lenguaje corporal cerrado y una actitud de desgana y de estar perdiendo el tiempo, transmitirán a los miembros del público falta de interés (en el mejor de los casos), lo que se traducirá en un comportamiento similar por su parte, dificultándose la consecución del objetivo de la ponencia.
En cambio, una sonrisa de oreja a oreja, gesticulación natural, y un genuino interés tanto por la audiencia como por el tema tratado, despertará en ésta unas ganas (conscientes o inconscientes) de querer escuchar hasta el final. Básicamente, pasárnoslo bien en escena tendrá un resultado brutal sobre la percepción que pueda tener el público sobre nosotros y, por ende, sobre nuestra charla.
El famoso escritor americano del siglo XIX, Ralph Waldo Emerson dijo una vez: “Nothing great was ever achieved without enthusiasm” que en castellano significa “Nada grandioso fue jamás conseguido sin entusiasmo”. Según Norman Vincent Peale en su libro “Enthusiasm Makes the Difference” el entusiasmo es lo que hace la diferencia entre el éxito y el fracaso. Ambas afirmaciones son aplicables a cualquier actividad humana y, por ello, igual de válidas en el ámbito de las presentaciones. El entusiasmo es el oxígeno que mantiene la llama de la atención encendida y potente. Un discurso impartido sin entusiasmo es como una fiesta sin música a la que los invitados llegarán con ganas de pasarlo bien pero en la que, tarde o temprano, terminarán por aburrirse (y algunos por marcharse antes de finalizada).
Por ello, partiendo de la base de tener los deberes hechos, un orador entusiasmado (de forma acorde con su propia personalidad), con una actitud positiva, que le apasione su tema y disfrute compartiéndolo, llegará mucho más lejos que uno que hable sin ganas, por compromiso o sobre un tema en el cual no cree. Llegará lejos en los corazones de los oyentes, y lejos como ponente porque se le solicitará que vuelva a presentar en otras ocasiones.
¿Cuánto entusiasmo pones en tus presentaciones? ¿Cuánto te apasiona contar tu historia o tu tema? ¿Qué energía estás transmitiendo a tus oyentes? Éstas son cuestiones que conviene plantearse si no se están obteniendo los resultados deseados.
Imagen de sukiweb.
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