Nuestro cuerpo dice mucho sobre nuestras intenciones. En momentos de poca concentración, puede decir todo lo que pasa por nuestra mente inconsciente: me gustas, tengo sueño, preferiría no estar aquí…
Por etiqueta y protocolo, cuando estamos en grupos de personas solemos evitar dar la espalda a cualquiera de los miembros porque hacerlo se considera de mal gusto, una falta de respeto o una clara muestra de falta de interés. Hablando en público funciona igual.
Si no das la cara, no te interesa lo que está pasando
Cuando damos la espalda a la audiencia decimos entre líneas que hay otras cosas que son más importantes que ellos y que, por ello, merecen más nuestra atención. Peor aun es hablar mientras damos la espalda a quien hablamos. No sólo supone la desconsideración de la que comentaba arriba, sino que, cuando hablamos mientras dejamos de mirar a la gente, es mucho más fácil que se pierda en el vacío lo que sea que estamos diciendo. Esto porque para quien intenta descifrar el mensaje no es posible seguir el movimiento de los labios del que habla y porque, si no hay micrófono (cosa habitual), la voz es proyectada hacia donde no está quien escucha.
Para evitar perder esa valiosa conexión con la audiencia, es imprescindible siempre dar la cara, nunca dar la espalda. Pero si por cosas de la vida debemos dejar de mirarles (como cuando escribimos en una pizarra), mejor callar hasta volver a establecer contacto visual. Porque hablar en público es como hablar en una reunión de amigos: queremos que todos se sientan atendidos.
Entrada relacionada:
Imagen de MonoGlobo
Interacciones con los lectores