Recuerdo que, de niño, mi autoestima brillaba por su ausencia. Era reservado, algo tímido y muy inseguro. Sentía cierta envidia de otros chicos del instituto que, populares, siempre acaparaban toda la atención y triunfaban en los círculos femeninos. Yo, con mi perfil de niño bueno, parecía no destacar más que en los estudios y esto se reflejaba en mis interacciones con los demás así como en lo que obtenía de la vida cotidiana.
Una sola cosa: Su coherencia entre lo que querían y lo que creían merecer. Ellos se creían su papel. Yo no.
Hace una cuantas semanas presenté un plan de negocio en la clausura del Programa Avanzado de Dirección General del Instituto de Empresa. Tras semanas de investigación y reflexión, había llegado el momento de defender ante un jurado un estudio susceptible de materializarse en proyecto empresarial.
Después 16 minutos de ponencia, comenzó la sesión de feedback. La línea general fue que lo había presentado muy bien, que le veían oportunidad, pero que requería de un mayor desarrollo a nivel comercial. Las previsiones de ventas no eran particularmente halagüeñas y, en palabras de una de las juezas, “no sé si recomendarte porque me da la impresión de que no te lo crees lo suficiente”.
Desde luego fue un batacazo. En realidad no me extraña su comentario, pero oírlo de otra persona fue duro. La experiencia no solo me hizo replantearme algunos detalles de la puesta en marcha del proyecto, sino también reflexionar sobre la importancia de estar convencido de mis ideas a la hora de exponerlas a otras personas.
Cuando hablamos en público podemos buscar como objetivo principal informar, motivar, persuadir o entretener. Sin embargo, independientemente del objetivo, toda presentación debe tener un componente intrínseco de persuasión que, si no es alcanzado, no podremos informar, motivar o incluso entretener de forma efectiva. En consecuencia, el resultado obtenido será menos que satisfactorio.
Aristóteles decía que, para que un discurso sea persuasivo, debe cumplir tres condiciones básicas:
- Éste debe tener lógica (logos).
- El ponente debe transmitir credibilidad (ethos).
- El ponente debe sentir pasión por el tema y utilizar recursos (como las historias) que le permitan conectar con las emociones (pathos).
(Más al respecto en este vídeo de Conor Neill.)
En consonancia con los puntos anteriores, pero mereciendo una mención aparte, añado que para persuadir al público y lograr venderle nuestra idea, tenemos que creérnosla. Estar convencido de su viabilidad, de sus ventajas, de que es buenísima… Si no nos la creemos, nadie lo hará por nosotros y nuestro discurso no logrará el cambio deseado.
¿Y qué pasa si no nos la creemos lo suficiente? Entonces la idea necesita ser trabajada o, probablemente, no merece ser presentada. Aunque prefiero creer que sólo hace falta algo más de dedicación, porque con una buena dosis de ésta y un intenso auto-lavado de cerebro, tanto la chica como la financiación pueden estar al alcance de la mano.
Imagen de ~K~
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